El tamaño de algo se determina por unidades de medida, las que varían dependiendo del objeto que medimos. El oro se mide en onzas o gramos; el carbón, en toneladas. El petróleo crudo se despacha en barriles, la gasolina refinada se vende por litros o por galones. El tamaño de una caja se define por su longitud, anchura y altura, en centímetros o en pulgadas, y para alfombrar una habitación se habla de metros cuadrados o yardas cuadradas.
Como los metros o las yardas son inadecuados para indicar la distancia entre Nueva York y Nairobi, usamos kilómetros o millas. Pero las distancias interplanetarias demandan años luz, y un año luz es igual a la distancia que la luz viaja en un año a la velocidad de 300.000 km (186.000 millas) por segundo. ¡Algo casi impensable!
Pero, ¿qué tamaño tiene tu Dios? ¿Está él tan distante y es tan infinito que el espacio y el tiempo no significan nada para él? ¿Es él tan trascendente que podemos reconocerlo como la base moral o la causa primera del universo, y luego dejarlo solo con su grandeza, y seguir nuestras vidas sin referencia a su existencia o a sus demandas? ¿O se halla tan cercano, tan inmanente, tan involucrado en la vida y sus miríadas de movimientos que vive en ese árbol o se lo encuentra en esta piedra o es una parte de todo lo que existe, una especie de ser panteísta, y lo hacemos como uno de nosotros? Y todo esto, ¿tiene realmente sentido, después de todo?
Continúe leyendo en Reflexión de "Conexión Adventista"
No hay comentarios:
Publicar un comentario