La importancia del yo, la vanidad y el orgullo, jamás deberían interferir con la obra sagrada. Los que han sido exaltados porque pueden hacer algo en la causa de Dios, estarán en peligro de echar a perder la obra por su presunción, y arruinarán así sus propias almas.
Todos los que trabajan en la obra de Dios deberían hacer que su misión sea lo más atractiva posible, para que su comportamiento no produzca aversión por la verdad. El yo debe estar escondido en Cristo, y los que trabajan para Dios deben poseer caracteres de sabor fragante. Ahora es el momento de realizar los esfuerzos más serios. Se necesita a hombres y mujeres para trabajar en el gran campo misionero con determinación; hombres y mujeres que oren y clamen para poder sembrar la preciosa semilla de la verdad, imitando así al Redentor, el príncipe de los misioneros.
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