Era un atardecer lluvioso, en la hora de más tráfico. Ante el semáforo verde, aceleré a 60 km por hora. De pronto, el conductor delante de mí viró bruscamente hacia la derecha. Quedé más perplejo que alarmado, pero cuando levanté el pie del acelerador, ya era tarde. Delante de mí había dos vehículos detrás de un tercero, parado. Intenté virar mientras aplicaba los frenos, pero no logré esquivar el extremo trasero derecho del automóvil que estaba inmediatamente delante de mí. Entonces detuve mi auto averiado en el carril de emergencia.
Me lamenté por mi Mazda 626 abollado, aunque agradecí no haber sufrido ninguna herida. Miré hacia el tráfico detenido. Una mujer treintañera, junto a su vehículo, levantaba los brazos y con lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, exclamaba: “¡Gracias, Señor, gracias!” Me encaminé hacia ella, pensando que también era víctima de la colisión, pero rápidamente subió en su vehículo, murmuró que llegaba tarde a una cita y desapareció a toda velocidad. Quedé un tanto confuso y sólo entonces me di cuenta que no le había pasado nada.
Pero, ¿qué decir de la pareja cuyo automóvil choqué? ¿Y yo? Bueno, tuve que vérmelas con la policía caminera, los representantes del seguro, la agencia de alquiler de automóviles y el taller mecánico. ¿Por qué Jesús no nos libró del accidente a to
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