Nació esclavo. Y le pusieron un nombre que significaba “perro”.
—¡Eh, tú! Muchacho, esclavo... ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Caleb, señor.
—Bah, “perro”... Bien te queda.
Pero Dios había liberado a Caleb y a su pueblo. La mayoría de los israelitas nunca habían tenido una idea cabal de lo que significaba la libertad. Pensaban que era leche y miel, en lugar de un poco de carne con cebollas. Creían que el hombre de la vara mágica seguramente los dirigiría a la tierra prometida, confortablemente y sin pérdida de tiempo. Pero cuando observaron que los obstáculos se asomaban sobre el horizonte, que la comida y el agua se agotaban y que el hombre de la vara había desaparecido allá arriba en la montaña desde hacía varias semanas, su libertad embrionaria se convirtió en caos y sus florecientes gustos dieron paso al recuerdo de las carnes deshilachadas de Egipto. Codiciaron su esclavitud debido a que todavía eran esclavos de alma.
Caleb era diferente. El entendió que la libertad implicaba servir a un nuevo Patrón, uno divino. Los otros miraban alrededor y se quejaban ante Moisés, pero Caleb miraba hacia arriba, a esa radiante columna de nube, alabando al Dios que lo había hecho un hombre libre.
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