Me sentí enojada y frustrada después de hablar por teléfono con mi agente de bienes raíces. Era casi la vigésima vez que mi esposo y yo habíamos perdido una oferta por la casa que queríamos, y ya habían pasado dos años desde que habíamos comenzado a buscar una. Es probable que ya habíamos recorrido cien casas desde nuestro regreso al área.
Después de vivir encerrados en edificios elevados en el campo misionero, queríamos hallar una casa con un jardín amplio y vista hacia las montañas o a una fuente de agua. Por eso, cada vez que íbamos a ver una casa, lo primero que hacíamos era mirar por las ventanas para ver si se veía alguna montaña al menos en el horizonte. Es verdad, nos mostraron casas al pie de las montañas o en sus laderas, pero generalmente el precio estaba más allá de nuestras posibilidades o no cumplían los requisitos mínimos que nos habíamos propuesto.
Hubo otra cosa que nos frustró sobremanera. Si bien las condiciones habían sido favorables para la adquisición de inmuebles cuando llegamos y se había predicho más de una vez que se producirían caídas considerables de precios, el mercado no daba signos de decaer. Varias veces pensamos que habíamos hallado la casa ideal y dimos una oferta, sólo para descubrir que alguien había ofertado más que nosotros. Fue en esos momentos que clamé a Dios con amargura y lo acosé con preguntas: “¿Por qué, Señor? ¿No te importan nuestras necesidades?”
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